Saturday, November 20, 2004

Posee el poco frecuente don de respetar el trabajo del alumno



Recuerdo una vez, contando yo con no más de diez años, que un señor fue a la casa llevando un disco long-play cuya música me cautivó de inmediato, no sé si por la manera en que se enlazaban los aires de danza por un lado o por las emociones que me brotaban al escuchar el himno nacional combinado magistralmente con el final de la sinfonía. Sí, era el mismo autor de una obra para coro cuya grabación en discos guardaba celosamente mi padre. El mismo que estaba en las fotos de mi bautismo en la iglesita de “Los Huérfanos” en épocas de las que sólo se recuerdan las sensaciones, tomándome entre sus brazos, aparentemente serio o también risueño, atento a mis travesuras o mi llanto.

Cuando años después lo busqué para pedirle consejo sobre si debía o no estudiar música, qué y cómo, me dirijo a él, como tantas veces antes - “Hola, padrino” –
-“No me llames así. Llámame Enrique”- fue su respuesta. Y desde entonces es Enrique. No lo llamo “señor” ni “padrino” ni “profe”, aunque es todo eso y más para mí. Y esa confianza me ha permitido acercarme a la música también con confianza, con respeto a las grandes obras y los grandes artistas, pero sin vergüenza, menosprecio ni sumisión.

Enrique ha sido siempre un gran apoyo y un gran estímulo en mi carrera musical. Como maestro, posee el poco frecuente don de respetar el trabajo del alumno y a la vez introducirse en la mente de cada quien para reacomodar las ideas sin destruir la personalidad individual, siempre alabando el buen “olfato” musical. Siempre leyendo cosas nuevas, descubriendo nuevas ideas en los mismos textos releídos, gozando con las simplezas y los detalles.

Si algo he llegado a ser en música se lo debo en gran parte a Enrique, que de manera directa o a través de mi propio padre (alumno, amigo y compadre de Enrique) me ha sabido aconsejar en un arte tan misterioso como el de la composición, complementando cada clase con un sinnúmero de anécdotas tan sabrosas que hacían de cada visita a su casa un verdadero placer mental.

Todos los sábados por la tarde, en la casita diseñada por Pepito García-Bryce, quien curiosamente también fue mi profesor en la universidad, pasábamos horas que parecían instantes porque la charla era amena y la información muy rica. Y en esas horas que pasábamos “en clase” también tocábamos y escuchábamos música, leíamos poesía, tomábamos café o íbamos a comprar el pan. Porque todo eso es hacer música también. Es llevar la música dentro siempre y a todas partes, como debe ser.

Quiero en esta ocasión agradecer públicamente a mi amigo, maestro y padrino Enrique Iturriaga por todos los años que me ha dedicado, por el respeto que nos tenemos, por guiarme en el desarrollo de mi vocación, por saber escucharme y confiar en mí. Muchas gracias, Enrique.




RAFAEL LEONARDO JUNCHAYA


http://enriqueiturriaga.blogspot.com/2004/11/posee-el-poco-frecuente-don-de.html